Opinión: Asamblea Constituyente y el miedo al diálogo

12 Noviembre 2013

Construyamos juntos, racionalidades y reglas para convivir en paz, para alcanzar un desarrollo que nos traiga felicidad. La asamblea constituyente puede ser un espacio que contribuya a aquello.

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Por: Pablo Valenzuela, Abogado de la Pontifícia Universidad Católica de Chile y Máster en Derecho Ambiental de la Universidad de Nottingham, Reino Unido. Director Ejecutivo de la Fundación Casa de la Paz.

En Chile ya está instalado con fuerza el tema de la asamblea constituyente. Un grupo grande, diverso y organizado impulsa hace un rato la campaña por marcar el voto y así mostrar cuántos estamos a favor de este ejercicio. Muchos más, de a poco se empiezan a motivar y convencer que esta es la forma más democrática para realizar un ejercicio constituyente.

Sin embargo, están los que se oponen. Los que piensan que es un ejercicio poco eficiente, aseverando que dará inestabilidad al país o bien porque esta asamblea no sería la vía institucional.

Se puede contestar todos estos argumentos. La eficiencia es la buena relación entre esfuerzo y resultado. Si una asamblea constituyente genera una constitución representativa y legitimada, ¿no valdrá la pena el esfuerzo mayor? ¿No merece nuestra Carta Magna un esfuerzo similar a su relevancia, es decir, definir los principios y reglas básicas de nuestro convivir?

Lo de la estabilidad que da la actual Constitución es discutible. A nivel macro basta mapear los conflictos sociales, ambientales y territoriales que ha habido los últimos tres años, y todos los que están por explotar, para poner, al menos en duda, si Chile vive en un marco de estabilidad. A nivel micro, me cabe también la duda qué clase de estabilidad es que sienten ese 76% de chilenos que gana menos de $452.000 pesos y que no cuenta con derechos mínimos garantizados de buena calidad, entendidos como salud, educación y pensiones.

Pero quizás, el argumento de que para cambiar la Constitución es preferible la vía institucional, o sea, la que señala la misma Constitución, cuya reforma debe hacerse en el Congreso, es la que encierra de mejor forma el meollo de este asunto. Quienes señalan este argumento, primero que todo, hábilmente han ganado para sí y de por sí, el nombre de vía institucional. ¿Por qué? Porque el congreso es la institución depositaria de la voluntad soberana. Es ahí donde se regulan nuestras relaciones, se restringen y reconocen nuestros derechos y se generan nuevos. De tal manera, sólo una discusión entre los elegidos por el actual sistema electoral, que se apoya en la constitución cuestionada, tendría el poder de generar un acuerdo legítimo que pueda establecer la forma de convivencia de todos los demás chilenos. Ese es el fondo del asunto.

Sin embargo, si se trata de cambiar la Constitución, que es el acuerdo más importante que tenemos para vivir en sociedad, ¿por qué la discusión de quiénes han sido elegidos bajo las reglas del actual sistema tiene un valor mayor, que una discusión ordenada, pero mucho más amplia, representativa y participativa? ¿Cuáles serían los poderes y sabidurías que detentan nuestros actuales cuestionados representantes que hacen más aconsejable una conversación entre ellos, más que un debate entre varios de nosotros?  Quizás se olvida que el cuestionamiento al presente sistema constitucional lleva consigo también un cuestionamiento a su representación.  Y si el representante, esta vez, quiere otra forma de representar su voz, siempre de manera democrática y ordenada, ¿por qué no tendría ese derecho el representado?

La cosa es simple. En la oposición a la asamblea constituyente se esconde un profundo miedo de nuestra elite política y económica. Es el miedo al diálogo, al debate con alta convocatoria, largo y extendido, con agenda abierta, construida conjuntamente y no impuesta por algunos. Es fácil para aquel que detenta el poder, sentir la tentación de escabullirse del diálogo y del debate. Ello porque se pudiera demostrar que el poder económico o político que detenta o ejerce no se basa en razones suficientes, justas y atendibles y que quizás, está en esa situación de superioridad o poder, sólo por la reproducción de una injusticia.

Oponerse a la Asamblea Constituyente es no entender que hace un rato ya, la democracia necesita mucho más que sólo elegir nuestros representantes. La democracia moderna exige, participación activa en la gestión pública y rendición de cuentas permanente. Necesita de formas y procesos que den legitimidad a la actuación de quienes ocupan un rol de autoridad. Ante ello el ejercicio del diálogo se convierte en piedra fundamental a la hora de generar procesos decisorios.

El evitar el debate permite continuar o incluso consolidar las ventajas que le permiten a los poderosos seguir ejerciendo poder sobre el otro. Así, la desigualdad reinante en nuestro país hace difícil un diálogo generativo entre distintos y tienta a ese poderoso a no entrar en espacios de debate donde se pueden resquebrajar los pilares de su cómoda situación. Sin embargo, cuando hablamos de la Constitución y de su transformación, hablamos del futuro de nuestro país, hablamos de las maneras y formas en que queremos convivir, hablamos de las formas en que se base nuestro Estado y sus instituciones, hablamos de sus límites, hablamos de cuáles serán esas libertades fundamentales que nos otorgaremos y que llamaremos derechos.

¿Por qué ante tan relevantes temas, no apostar por construir la conversación más rica posible? ¿Por qué no establecer una asamblea amplia donde estén trabajadores, agricultores, pastores, artesanos, profesionales, doctores, pescadores, técnicos y tantos otros presentes debatiendo cómo construir conjuntamente una Constitución que nos haga un país más justo, sustentable y feliz? Por qué ante un desafío tan grande, no abordarlo con todo ese recurso humano, toda esa sabiduría que pueden traer distintos representantes de los territorios de nuestro país.

¿Por qué ha de ser peor una conversación entre este grupo diverso y amplio que quiere el progreso de este país tanto como lo quieren nuestros congresistas? Qué bello sería que desde esa diversidad, de esa reunión de pares improbables, nacieran los acuerdos mínimos relevantes para vivir en sociedad. ¿No sería ello un resultado más potente, legítimo y por lo tanto, más institucional en el sentido profundo de esta palabra?

Atrevámonos a perderle el miedo al otro y al diálogo con el diverso a mí. Entreguémonos a la riqueza que significa darnos cuenta que no teníamos toda la razón y que podíamos construir verdades mayores con otros. Construyamos juntos, racionalidades y reglas para convivir en paz, para alcanzar un desarrollo que nos traiga felicidad. La asamblea constituyente puede ser un espacio que contribuya a aquello.

No perdamos la oportunidad.