Tierra mía

09 Diciembre 2010
Muchas personas de Santiago y el sur nos miran como si fuéramos un bicho raro, acaso una vinchuca perdida en medio del Norte Grande. ¿Dónde está Copiapó?; ¿qué representa aquel terruño llamado Atacama? Por Jorge Adagio.
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El pasado septiembre zapateamos al son del bicentenario… Pero ayer Copiapó cumplió 266 diciembres. Sí, un jubilado por sobre la fecha instaurada para celebrar una supuesta independencia política y económica que nunca fue. Es que, por si no lo saben, ésta es la primera ciudad que fundaron los españoles en territorio chileno, ubicada en lo que antaño era la localidad inca de “Copayapu”, nombre que ahora lleva nuestra avenida principal.
Que no se diga, entonces, que asomamos en los anales de la historia gracias a la “epopeya de los 33”. Y menos, esto que sí que no lo vamos a tolerar, que vengan a decirnos que éste es un pueblucho donde la única virtud consistiría en sobrevivir a la casi absoluta indiferencia de las lluvias.
La ignorancia abunda penosamente… Muchas personas de Santiago y el sur nos miran como si fuéramos un bicho raro, acaso una vinchuca perdida en medio del Norte Grande. ¿Dónde está Copiapó?; ¿qué representa aquel terruño llamado Atacama?, se preguntarán. Pues bien, señoras y señores, somos la región que hacia finales del siglo XIX financió la expansión y primer proceso modernizador de Chile, la misma región que hoy, mediante su incasable actividad minera, continúa siendo un aporte sustancial para el erario de la nación. Somos la patria de Pedro León Gallo –el revolucionario senador que desafió a las huestes centralistas del Gobierno de Manuel Montt–, y también la patria de José Joaquín Vallejo, el espléndido “Jotabeche”, quien nos enseñó la sutil elegancia de la crónica periodística y el poder movilizador de la prensa escrita.
Estos personajes, a cuyos ejemplos atiborrados de valor y coraje deberíamos recurrir para levantarnos contra la miseria de las injusticias cotidianas, son apenas una vaga demostración de lo que –por dentro y en silencio– anima a nuestra gente.
Es cierto: aquí la gallada suele no lucir ni palabrear demasiado. En el amplio sentido del adjetivo, somos toscos; acostumbramos a tomar asiento en los aleros de la mesa. La realidad indica que nos hemos moldeado a la estrecha cuadratura de las calles, al escuálido dulzor del chañar, a las casitas y caserones de adobe, al olor de aceite industrial que irradian los viejos talleres mecánicos, al polvo y el sol incontenibles, y en definitiva, al desierto más inexpugnable que conozca la humanidad.
Sin embargo, tal como el viento resopla en los domos de arena, o como los viñedos y las flores crecen en valles y campos aparentemente yermos, nuestro pueblo respira y espera el sagrado instante de enfrentarse a los parlanchines y su vil menosprecio. Y cuando un atacameño habla… ¡a callar!
Los estadistas proyectan que durante el próximo decenio nuestra población se duplicará, llegando a los 400 mil habitantes, producto de un nivel de inversión foránea que alcanzaría los 20 mil millones de dólares (sí, no de pesos…). De ser acertado este vaticinio, las comunas de Atacama y especialmente su capital, Copiapó, tendrán que reestructurarse para evitar el colapso urbano y el ensanchamiento de la desigualdad. ¿O permitiremos otra vez que la República, y sus preferenciales amigos extranjeros, hagan fortuna a expensas de nuestros recursos y nuestro trabajo? ¿Nacimos para servir sueños ajenos o para concretar nuestras íntimas quimeras?
Impávido observo la hermosa manera en que las sombras dibujan su esquiva silueta a largo de Los Carrera. Atardece. Me abrigo. La Camanchaca acerca sus carnavales nocturnos.
Foto:
Cortesía de Álvaro Martín Espiñeira